jueves, 3 de mayo de 2012

viernes, 18 de marzo de 2011

Dos Amigos

Yo andaba siempre desnudo y había decidido ser completamente asexual. Por genitales tenía una agradable superfície plana, que es lo que siempre había querido.

Jake era muy comprensivo. Nunca dio la menor importancia a estas particularidades mías. En parte, supongo, porque era invidente y los aspectos de la imagen le importaban un carajo.

La verdad es que nos apreciábamos tanto que hacíamos lo posible por vernos una o dos veces por semana. En el campo muchas veces, donde vivía y trabajaba Jake. Allí hablábamos y reíamos libres de cualquier mirada urbana. Otras veces nos veíamos en la ciudad, en la tienda de mis tíos cuando se hacía de noche. Teníamos experiencias increíbles fumando marihuana española o bebiendo copas muy fuertes de lo que yo encontraba por los estantes. Los dos éramos inquietos y dialogábamos largamente sobre los grandes temas que la Filosofía ha tratado a lo largo de la historia. Era lo que más nos apasionaba, dialogar Filosofía.

Sin embargo para la sociedad éramos dos marginados. Una especie de hermafrodita calvo y un campesino ciego que parecía un vagabundo. Aunque lo cierto es que teníamos serenidad y plenitud y no necesitábamos a los demás. Lo habíamos vivido todo, y me di cuenta cuando apareció nuestro amigo.

Fue una tarde de abril con el cielo naranja. Un naranja de los que inquietan. Se percibía que iba a pasar algo. Jake estaba cogido de mi brazo y andábamos cerca de la tienda cuando un destello del cielo me hizo parar. Jake dijo: “coño, ¿que ha sido eso?”, “No lo sé. Parecía que había un reflejo en el cielo”.

Un momento después vi un punto negro a lo lejos, encima de mi cabeza. Poco a poco fui vislumbrando una pequeña figura humana, con alas. Unas alas grandes que iban zarandeando a esa persona de arriba abajo y la iban acercando a la ciudad. Fui descubriendo que se trataba de un niño. “Jake, creo que estoy viendo un niño ángel. Se acerca a nosotros volando. Tiene unas enormes alas”.

El pequeño ángel aterrizó delante de nosotros con la sonrisa más compasiva de la que jamás he podido disfrutar. Se acercó a nosotros andando mientras aquellas alas de algodón se recogían en su pequeña espalda.

A partir de entonces fuimos tres. Aunque el pequeño no hablaba nunca intuimos en seguida que había venido a darnos grandes respuestas. Y así fue.

Pasaron muchas semanas hasta que, una noche, cenando los tres en la tienda, me decidí a preguntarle lo que me había inquietado desde el principio.

—¿Existe Dios?

—Claro que Existe. Pero no es como vosotros os pensáis. No tiene barba.

—Es imberbe.

—Tampoco. Ni tiene 33 años.

—¿Por que no es humano?

—Claro que no es humano. Estáis obsesionados con las formas. Tampoco tiene por qué aparecer cada vez que alguien reclama su presencia. Él no tiene forma, es inmaterial, pero es la propia vida. Está en todas partes y en ninguna a la vez. Es el origen de todo, y también el final. Es eterno, único e inmutable.

Aquél pequeño ángel nos brindó un increíble razonamiento de horas y horas. Lo esencial de la Filosofía estaba en ese discurso sublime e irrefutable. A cada minuto que pasaba Jake y yo estábamos más excitados y nerviosos. De golpe se descodificaba todo para nosotros y no sabíamos si estábamos preparados para asumirlo. Recuerdo que hubo un momento que nos abrazamos y nos pusimos a chillar. Después Jake salió de la tienda rompiendo el escaparate de cristal y yo fui tras él. Éran momentos increíbles y parecía que íbamos a rebentar de emoción.

A la mañana siguiente nos despertaron los golpes de una porra contra unos barrotes de hierro. Fue lo mejor que nos podía pasar. Jake y yo despertamos en prisión, y nos pasaríamos allí el resto de nuestras vidas.

La cárcel estaba llena de gente inteligente y despierta, personas humanas. En seguida nos convertimos en un referente para muchos jóvenes que andaban algo desorientados. Pudimos montar una escuela de Filosofía, y nos sentimos útiles y vivos. También nos vimos obligados a dejar los estupefacientes.

martes, 21 de diciembre de 2010

Presidencia

Esta foto se hizo el día del asesinato, aunque parezca mentira.
Yo, José Blanco, conocido como vicesecretario del PSOE, conocido también como ministro de Fomento, les escribo hoy para explicarles una experiencia, que aunque no reflejó lo mejor de nosotros de alguna manera reflejó lo más humano.

Hacía días que habíamos quedado en cenar los tres, Rubalcaba, Zapatero y yo. José Luis dijo que su mujer, Sonsoles, tenía un fin de semana de conciertos con el coro y que no estaría en la Moncloa. Laura y Alba, las hijas de ambos, esperaban impacientes un festival de música y tampoco iban a estar.

La semana había sido dura y pesada. Aquella noche sólo queríamos charlar un rato de forma distendida y olvidarnos de todos los problemas relacionados con el cambio de gobierno que nos vimos obligados a hacer. Creo que cuando nos sentamos para cenar todavía nos dolían las sienes a los tres, y no fue hasta que Alfredo se acordó de que traía una garrafa de vino de su pueblo que no nos cambió la cara. Entre pecho y espalda cinco litros de vino tinto de Solares, el pueblo natal de Alfredo. Ya con la garrafa temblando, en la segunda parte de la cena dejamos el malestar profesional y empezamos a hablar de temas más personales. Alfredo, con mejillas sonrojadas, confesó que iba a ser abuelo por segunda vez. Yo les comenté que mi hijo por fin tenía novia. Y José Luis sin embargo era el más ausente, era como si ya se oliera algo, aunque fue él quién dijo “no os mováis, voy a sacar el Franjelico”. Venga, pensé yo, ahora este rico licor de avellana.

Total que a las once y media de la noche estábamos bastante ebrios y riéndonos por tonterías. Recordábamos las vacaciones que pasamos en el 83 por Marruecos cuando de pronto se escuchó una especie de sonido muy agudo y fuerte, algo que venía del exterior. Nos miramos muy extrañados los tres y poco a poco nos levantamos para acercarnos a la ventana.

Nos quedamos atónitos: yo no daba crédito a lo que vieron mis ojos de tan irreal que me pareció aquello; una especie de cilindro grande y en posición vertical estaba aterrizando a veinte metros de la casa, en el mismo jardín de la Moncloa.

Miré a Alfredo, se santiguó unas quince veces seguidas. Miré a José Luis, observaba aquello con una expresión de gravedad en el semblante como nunca antes había visto a nadie. Yo notaba mi pecho entero sacudido por los latidos del corazón. Me notaba también con fuerza el pulso en los oídos.

Una tira vertical de luz turquesa se empezó a ensanchar en la parte inferior del cilindro. Nos agachamos los tres. Zapatero cerró la luz del comedor. Ahora se veía una puerta con mucha luz en el interior, entre la cual se empezó a ver una silueta borrosa:

- Joder, joder, joder-. No paraba de decir José Luis. Rubalcaba, al ver la silueta, se sentó recostado en la pared y se llevó las manos a la cabeza. Yo sinceramente creo que iba más ebrio que ellos:

- ¡Salgámos, Presidente!- le dije a Zapatero.

- ¿Pero qué dices, Pepe? No sabemos a qué han venido. Salir me parece una locura.

Rubalcaba estaba ausente. Lo cogí por las axilas y lo levanté mientras miraba de convencer a Zapatero.

- José Luis, tenemos que salir y lo sabes.

Nos acercamos a la puerta. Abrimos y nos quedamos mirando desde el porche. La experiencia fue bestial: un ser oscuro y con muchas extremidades avanzaba a unos metros de dónde estábamos, aunque no venía hacia nosotros, de hecho pareció que no nos veía. Se dirigió a la calle.

- Que Cristo me fulmine ahora si mis ojos no están viendo a un marciano…- reaccionó por fin Rubalcaba.

Aquél extraterrestre atravesó la valla de la Moncloa con su cuerpo y la fundió a su paso, haciendo un agujero en los ahora incandescentes y cercenados barrotes de hierro.

Pronto nos dimos cuenta de hacia dónde iba aquél dichoso ser: en la acerca de enfrente había un grupo de cuatro estudiantes mirando la escena tan alucinados como nosotros. Tres habían empezado a correr y uno se quedó paralizado y mirando hipnotizado aquel ser que se acercaba a él. ¿Con qué intención? Nunca lo supimos.

Entonces fue cuando Rubalcaba, por primera vez en su carrera, empezó a exigir descaradamente las directrices del Presidente: ¿José Luis, qué hacemos?, ¿Qué hacemos José Luis?

- ¿Y yo qué sé qué coño hacemos, Alfredo?

El extraterrestre ya estaba muy cerca de aquél chaval y Rubalcaba no sabía si intervenir. Zapatero y yo estábamos más a la expectativa. Pero finalmente Alfredo se decidió; salió disparado con una pala que José Luis tenía en el jardín y, antes de que aquél ser diera con el estudiante le pegó un palazo excesivamente fuerte en la parte superior del torso.

El resto de la historia ya lo saben. La Universidad de Ciencias está analizando y estudiando la nave y el cuerpo inerte, mientras desde el Gobierno no podemos ofrecer garantías de que otros individuos de esta especie no se acerquen a visitarnos y a exterminarnos a todos en cualquier momento.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El Camarero


- ¿Sí?

- Señor, soy Pedro.

- Hola Pedro. Pasa, pasa, adelante. Oye chico no te sientes aquí, acércate. Mira esto es lo que tienes que firmar: lo que dijimos, carta de despido voluntario.

- ¿Sí?

- Adolfo, soy Tomás.

- Pasa Tomás.

- Hola Adolfo. Hola Pedro, no sé qué te habrá dicho Adolfo, personalmente me sabe mal que dejes Syfac ya que estoy contento con tu trabajo. Por otro lado comentarte que conozco al dueño del nuevo Viena en la calle Urgell, y resulta que necesita otro camarero. Aunque no tengas los papeles él te puede ayudar. Mira, éste es el teléfono del restaurante.

El tal Tomás era buen pibe. Pero Adolfo era hipócrita, racista y prejuicioso, y yo nunca le caí bien, por ser sudamericano entre otras cosas.

Intenté esquivar el laburo de camarero pero no tenía ninguna opción. No me gustaba tener que trabajar de camarero, me daba bronca y era un plomo. Y para colmo agarré el mal vicio de beber copas de vino mientras estaba de servicio. Pero aquella noche, con todo lo que pasó, chupé mucho menos de lo que hubiera necesitado.

Alrededor de las diez empezó lo bueno. Con una cocacola y una soda me acerqué a la mesa 16. Allí había dos minas que estaban bárbaras. No sé muy bien cómo se me resbaló la cocacola cuando todavía faltaba un toque para aterrizar en la mesa. Quedaron las dos con la cara salpicada y con expresión de “todo mal”. Yo me quedé pasmado sin decirles nada, sin siquiera pedir perdón. Aunque enseguida noté una presión muy fuerte en el brazo mientras una voz en mi oreja anunció:

- Disculpen a mi amigo señoritas, lleva muy poco tiempo en España y anda algo despistado-. El maître se nos llevó de la mesa a mi brazo y a mí.

- Un momento –dijo una de ellas- yo a ti te conozco, tú eres Pedro.

- Me suena tu cara…¿Trabajaste en Syfac? ¡Ya lo tengo, la hija de Tomás! -estaba rebuena- No sé cómo te llamás…

- Me llamo María, ¿Pero tú no estabas en la empresa de mi padre?

- Verás...me despidieron. Tu padre me ha conseguido este trabajo.

- Ya. Estoy segura que echarte ha sido idea de mi suegro.

- ¿Tu suegro? ¿Y quién es tu suegro?

- ¡Adolfo Rubio, el jefe! ¿No lo sabías?

- No. ¿En serio?

- Tan en serio como un matrimonio de 5 años. Mi marido se llama Ramón, quizá lo habías visto alguna vez, aunque no solía pasar mucho, no se lleva muy bien con su padre.

- Qué curioso, lo que son las cosas. Y yo sin enterarme

- Sí sí. Oye Pedro si necesitas cualquier cosa me buscas en Facebook y hablamos. María Gil Vega. Me gustará chatear contigo

- ¡Pedro! ¡Deja la charla que vamos de culo! –ya estaba el maître otra vez. Parecía envidia pura. Pero yo tenía que recordar el nombre de esa hermosura como fuera. Además me dio morbo que dejara a su marido en casa y saliera por ahí con su amiga. “María gil vega maría gil vega maría gil vega maría gil vega maría gil vega.”

Fui a descansar al almacén mientras fumaba un poco.

“¿Quién debe ser su marido? Que yo recuerde Adolfo nunca apareció por la empresa con su hijo…”

- Pedro, ¿ya estás? Mira llévate estos platos cuando te termines el pitillo: pollo al curry, espaghettis al pesto y bacalao con tomate a la mesa tres.

En la mesa tres andaban dos tortolitos. A medida que me fui acercando vi que se trataba de dos gays boludos que estaban montando una escenita. Manitos, mimitos, roces. Los dos de espaldas a la pared, estaban a la vista de casi todo el restaurante, y parecía que lo hicieran a propósito. Al acercarme uno separó la trucha del otro y me miró fijamente

- Guaperas, soy maricón.

- Aha.

- Soy maricón. Me da igual que se entere quien sea. Hoy he bebido pero mañana será todo igual. Mañana este será mi hombre, dejaré a mi mujer y me iré muy lejos. Bueno, antes se lo diré a mi padre.

- Aha.

- Señor Adolfo Rubio: soy Ramón, tu hijo maricón.

- Dios mío.

Tras escuchar ese nombre solté el plato de espaghettis a la altura de su cara, y dicho plato tuvo una caída libre hasta la mesa; todavía no entiendo cómo no se partió.

No lo podía entender, o aquél pelotudo era otro Ramón Rubio o allí se iba armar un quilombo de novela. Miré la mesa de María, no estaban. Hice un barrido con la mirada, después miré en los baños. Me acerqué, la puerta estaba entreabierta. María recostada en el lavabo, descargaba sollozos de impotencia que me estremecieron.

- Eh, eh, eh. Miráme. Miráme preciosa.

Su amiga estaba indignada:

- Ese tío es un cerdo, ni siquiera se ha dignado a avergonzarse.

- Pedro –me dijo María-, ¿tú crees que soy una mujer atractiva? Dime la verdad, es que no sé qué he hecho mal. No lo entiendo.

- Escucháme. No sólo sos una mujer atractiva, sino que te merecés un hombre que te quiera de verdad. Sos un bombón, ¿no te lo dicen?

- Dáme un beso Pedro, un beso de verdad, con pasión.

La besé. En aquél momento de desesperación, con el rimel corrido, me entró una gran excitación y nos dimos un beso vívido y pasional; creo que ambos nos gustamos. Aunque quizás su placer sólo fue fruto del desespero.

- Gracias. Ya me da igual todo, se ha terminado esta farsa. Ni le pienso decir nada. ¿Me acompañáis a casa?

Enamorarse del hombre equivocado no le había rebajado su dulzura, su feminidad, su cariño. Era un bombón.

Acompañé a María y a su amiga Julia tras una explicación al maître en la que tuve que repetir la historia para que me dejara salir. Pero la noche todavía podía ser más original. Sólo cruzar la puerta del Viena tropezamos con mis antiguos jefes. Y fue María quien, con decisión, tomó la iniciativa:

- Papá, señor Adolfo, su hijo no deseaba una familia por que es maricón perdido. Por lo que a mí respecta, me quedaré con el niño y quién sabe si acabaré con este sudaca que me acompaña. Así que espero que la realidad esté a la altura de sus expectativas, señor Adolfo.


* Gracias a Ariadna por ayudarme a incorporar expresiones argentinas

sábado, 11 de diciembre de 2010

En el estanque

Me enfundé los tejanos oscuros y me abroché mi mejor camisa. Mirándome en el espejo pensé que todo en mi vida se iba encaminando. Ya me había afeitado, y ahora tocaba peinarme. Iría con el pelo desenfadado y algo de gomina, pero sin abusar, y con el perfume igual.

Con dos gotas de esencia de lavanda era suficiente. En cuanto al vestido creo que hice una buena elección. Aquél verde combinaba con todo, me hacía bonitas curvas y me sentía a gusto cuando lo llevaba. Me miré en el espejo para pintarme los ojos, me sentía afortunada. Salí de casa. Tenía muchas ganas de volverlo a ver.

Empecé a temer que se perdiera, aunque tampoco había pérdida. Al llegar al sitio pensé que no habría podido elegir un lugar mejor; me encantaba aquél paraje: dejando atrás el bosque de robles se vislumbraba reluciente la orilla del estanque, con su ya maduro y hermoso sauce y un magnífico banco que daba al agua. Llegué diez minutos antes, sin razón aparente más que las ganas de pasar nervios.

Eran y cinco cuando bajé del autobús y empecé a andar hacia el estanque tal y como él me había dicho. A cincuenta metros del restaurante empecé a entrar en un bosquecillo de robles, y fue entonces cuando lo empecé a ver. Estaba guapísimo con una camisa beige y una sonrisa sincera que denotaba algo de nervios. Caminé hacia él con las piernas que me fallaban, y con un picorcillo que jugueteaba en mi estómago.

- ¡Madre mía, qué guapa estás!

- Gracias. Te he traído un detalle.

- Ah… Muchas gracias, no tenías que haber hecho nada…
Yo… Verás…Lo que realmente me hacía ilusión compartir contigo era este lugar. Siempre he estado muy a gusto aquí.

- La verdad es que, ahora que me fijo bien es un sitio precioso. ¿Cómo conociste este sitio?

- Cuando era crío hicimos una salida con el colegio. Vinimos a estudiar los animales acuáticos, pero yo me escapé con una niña que me gustaba y aquí en este banco di mi primer beso.

Se hizo un largo silencio mientras ella me miraba sonriente. Sólo había una opción, y no sin rubor la llevé a cabo. Mi propia alma la besó acompañada de todo un recital de trompetas, flores, mariposas y flautas.

Liberación

Era invierno, y un hombre comenzaba estar desolado. Su vida se empezó a helar cuando entraron en Alaska. Miraba por la ventanilla y no veía más que ejércitos de abetos que parecía que lo miraban desafiantes.

El 12 de diciembre de 1998, un Chevrolet Suburban se detuvo lentamente en el Kilómetro 21 de la carretera Parks Highway, cerca del Parque Nacional de Denali:

- ¡Cállate de una puta vez, estúpido!

Esa noche, un hombre con el pelo gris y brazos curtidos, con una gran experiencia en su trabajo, se había puesto su abrigo largo comprado en Nordstrom. Al parar el coche, salió y dio la vuelta por delante del mismo para sacar a su compañero. Le quitó las esposas y lo forzó a bajar.

- ¡Pero qué haces!¡Me estás haciendo daño!

- ¡He dicho que te calles!

Un hombre esposado que no paraba de moverse acababa de recibir un fuerte golpe en las entrañas. Se sentía mejor. Le pareció que ese golpe era un buen atenuante para quitarse el miedo de encima, para empezar de cero. Ahora un robusto brazo tiraba de él mientras a duras penas debería mover las piernas.

Aunque el miedo volvió a poseerlo enseguida, el bosque era mucho más aterrador desde dentro.

- ¡Pégame otra vez, por favor, pégame otra vez!

Pero el hombre esposado fue arrojado al suelo. Acto seguido un fuerte estruendo lo sacudió por entero. Al principio le pareció otro puñetazo, aunque no estaba seguro. No sentía nada, e imaginó que esta especie de sacudida sería otro atenuante, que quizá podría deshacerse del miedo y volver a empezar de cero, aunque esta vez pareció que pasaba una eternidad y mientras no podía moverse.

Finalmente, quedó liberado. Empezó a percibir su entorno de una manera distinta a la habitual. Lo sentía todo, pero no veía, ni oía, ni tocaba. Percibió el familiar brazo robusto, también percibió su mano grande y dura que sostenía un cigarrillo; una luz naranja perdida en medio de una inmensa negritud.

Pero el hombre del pelo gris no parecía verle ni oírle. Estaba sentado en una piedra, mirando el suelo y haciendo lentas caladas a su cigarrillo.

En esa noche fría y cerrada un hombre sin cuerpo empezó a alejarse de algo que ya no iba con él. Mientras, el hombre del pelo gris se puso en pie con decisión; una mano se albergó en el bolsillo aterciopelado de su abrigo largo, mientras la otra dejó caer su cigarrillo sobre un cuerpo inerte y rociado de gasolina que empezó a arder con vehemencia.